23/10/15

Hace dos años miraba más el paisaje. Nunca había trabajado junto a un bosque y de pronto me encontraba ante una formación de árboles que querían decirme algo. Escribía y no apartaban la vista. Quizá su estrategia fuera plantarse frente al intruso del ordenador, como en las películas en que los recolectores de algodón se plantan frente al capataz en silencio y se quedan muy quietos a la espera de que el tirano capte el mensaje. Yo era el capataz de los ventanales, pero seguía sin saber. Después me acostumbré a su presencia y desaparecieron. Ayer por la tarde volvían a estar allí. Kawabata contaba que descubrió la belleza en el resplandor del sol en unos vasos colocados sobre la mesa de un hotel en Hawái. Le pasó a los setenta años, poco antes de morir. Había ido a dar una conferencia. Al bajar a desayunar se encontró con esos destellos, las estrellas de luz con las que el sol le quería decir algo. Mi bosque, aunque no sé si llamarlo así porque oficialmente es un monte bajo, siguió su ejemplo ayer, justo cuando las sombras de los árboles estaban a punto de desaparecer y los verdes se confundían con los ocres de la tierra y los grises que dejaba caer el cielo como lonchas de un fiambre imaginario que querrías recibir con la boca abierta y luego masticar como cualquier alimento.

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