18/8/15

Primer día. Bajo el saliente de un pequeño rompeolas vimos una gaviota herida. El agua la salpicaba como si perteneciese a una especie rival. Mireia la observó al pasar y no dijo nada. Se balanceaba sobre una pata. En esa posición me recordó a los que van pidiendo en los vagones del Metro. La misma fragilidad expuesta a lo incontrolable. Quizá la naturaleza utilice signos universales que sólo descubrimos al conectar todos los hilos. Por lo demás fue una mañana tranquila. El mar se comportó como los amigos de siempre: tras un año sin vernos no hubo espacio para recriminaciones. Cuando aparecí se limitó a pulsar con suavidad el pedal de su piano para recordarme las nociones básicas del cromatismo.

Segundo día. Está tapado, dicen los catalanes en mi lengua cuando amanece con estas nubes tan extendidas y cercanas al suelo, como si desde arriba hubiesen pintado la parte baja del cielo a brochazos con un gris comprado de oferta que ha salpicado a todos los pinos de la Costa Brava. Si Sebald viviera empezaría esta tarde un viaje, porque dan ganas de hacerlo, de que la cabeza diga cuál será la aventura y el lugar. Cuando un gran escritor deja de vivir no pasa nada. No corren caballos negros sin jinete por avenidas desiertas ni los árboles frutales desobedecen a la naturaleza produciendo piedras preciosas que vistas de noche fuesen entendidas como la sublimación del dolor. A cambio dejan un hueco insoportable. La certeza de que en la última parte del camino estaremos solos y a merced del capricho de la equivocación.

Tercer día. Encontré por casualidad en un estante, junto a la caja de los Juegos Reunidos Geyper de cuando mi mujer era pequeña, una edición de 1942 de Las ciudades del mar, de Josep Pla. El libro parece en buena forma y dispuesto a que unas manos de otro siglo lo abran. Dentro había un tarjetón que anunciaba unas conferencias de verano a cargo de un tal D. Jaime Viñas, que no sé quién sería. Me sorprendió el tono naif de la redacción: ¡Tossense! ¡Veraneante! No faltes a estas Conferencias. Vivirás unos momentos que te cambiarán la vida. Entristece comprobar que siempre ha habido vendedores de productos culturales y agitadores a sueldo de la mente, incluso en 1946 y en un pueblo como Tossa, que aún era habitable y nada sospechaba lo que se le vendría encima décadas después. El tarjetón del conferenciante mesiánico ha dormido entre las tripas de la gran literatura de viajes durante setenta años, pero parece que en todo ese tiempo no haya aprendido nada ni sienta vergüenza de compartir posteridad con alguien que jamás escribió ni una palabra que pretendiese cambiar la vida de nadie.

Cuarto día. La mitomanía es una forma de tradición, la más idealista y ridícula de las que hayamos inventado. Por su culpa me vi obligado ayer a visitar la casa en la que nació Pla. Pusimos la dirección en el navegador, Carrer Nou, Palafrugell. Nos abrió una chica que tenía bien asimilado el discurso de bienvenida. Cada vez encuentro más gente que habla como un folleto. Debe estar de moda la despersonalización en favor de un idioma precocinado con el que se supone que todos nos entenderemos. Esperaba encontrar la cama en la que dormía, el lavabo, su armario, el sombrero con el que salía a pasear por el campo. Nos tuvimos que conformar con tres oficinistas que tecleaban en una sala de techos altos. Debían ser filólogos o funcionarios o filólogos-funcionarios, esa raza feliz. La chica nos puso un audiovisual y luego nos dijo que visitásemos una galería en la que sólo había recortes de prensa, una pluma roñosa con la que supuestamente escribía y algunas primeras ediciones tras una vitrina. El pasado cabe siempre en una urna. La idea es que los que vengan después lo miren una tarde de verano y saquen sus conclusiones. Yo no fui capaz de sacar ninguna. Palafrugell es un pueblo bastante feo y hacía bochorno. Después fuimos a Calella y nos tomamos una Coca Cola Zero sentados frente al mar. No me acostumbro al turismo. Tampoco a lo de arreglarse por la tarde en los pueblos de costa para dar un paseo. El verano es obstinadamente folclórico y predecible. Lamento saber que todavía está de moda llevar un jersey de algodón por los hombros por si a última hora refresca. Soy un grandísimo extranjero desde el día que nací.

Cuarto día por la tarde
. La cultura popular elevó a las gaviotas a una categoría romántica, icono de libertad y emblema de adolescencias de otra época en la que se pegaba la nariz a la ventana cuando llovía. Pero si las ves a dos metros buscando desperdicios por la arena de la playa como la que vi hace un rato, no entiendes porqué ni cómo llegaron a ese olimpo. Imagino que sería distinto verlas en el horizonte desde la cubierta de un galeón inglés cuando llevabas tres meses sin pisar tierra. También influirá que lo más cerca que me he sentido de Conrad es con la versión vietnamita del corazón de las tinieblas que hizo Coppola. La fabricación de poesía gruesa a base de estas aves requiere distancia, lo que me hace pensar en la abundancia de productos poéticos a granel sobre asuntos humanos que también se sirven del alejamiento para embellecer. Cuantos más metros te apartes, más se disimula la verdadera naturaleza de lo que sea y más fácil es caer en la mentira de la idealización. Una gaviota es una gallina gorda de mar con el pico muy largo que sobrevive a base de trozos de Bollycao rebozados en arena y cáscaras de sandía. Conclusión: todo este teatrillo confuso es la vida. Si creyera en los milagros debería aparecer ahora mismo una avioneta publicitaria con esa frase impresa en una pancarta, mientras los bañistas ocasionales, las señoras que leen novelas baratas con tiernas esperanzas y los que no sabemos qué pintamos aquí nos pusiésemos en pie y aplaudiésemos al piloto agradeciéndole su honestidad.

Quinto día. Tramontana. Descubro que las personas mayores disfrutan hablando del tiempo, de lo que durará este viento o el otro, de si ha refrescado. Mi interés por la climatología es nulo. Sólo sé que hace viento y que me niego a utilizar el verbo soplar, porque suena a que haya alguien detrás de una montaña fabricándolo con la boca. Demasiado wagneriano para mi gusto. Me interesan más sus consecuencias. Lo que hace con las sombrillas y con las caras, las muecas agrias de las mujeres que se sujetan la pamela de paja con la mano, casi como si estuviesen exprimiendo un limón y su zumo metafórico les produjese tal estado. Estoy convencido de que a cierta edad resulta cómodo dejarse arrastrar por la fantasía de un fin del mundo plácido que tuviese algo de ese instante, incluso siendo benévolos, un simulacro veraniego de la muerte cuya mayor espina fuese ese dramatismo en miniatura que acarrean las contrariedades de andar por casa. El lenguaje del viento pertenece a una cultura sentimental. Me encuentro a expensas del Mediterráneo. Es lo que hay.

Sexto día. Creo que el verano decreta sus propias amnistías y las publica en periódicos gratuitos que vuelan por las terrazas junto a esas ofertas de televisores planos y el kilo de plátanos a un euro. Sé que no estoy en disposición de asegurar nada, pero si tienes la suerte de atrapar una hoja en el aire podrías leer titulares como éste: La vida abre la mano. Lo malo es que después de una noticia así nadie pierde el tiempo leyendo el cuerpo de texto en el que se matiza el comunicado. Sólo la abre lo justo para que te des una vuelta por la playa y te sientas parte de una ingeniería orgánica diseñada para obtener un sucedáneo medio decente de la felicidad. Lo ves en los cuerpos que caminan por la orilla. En otros que sostienen helados y los lamen. En los que alquilan patines porque les enseñaron que el esfuerzo tiene premio, aunque sea la alegría tosca de saber que pedaleando llegaremos siempre a algún lado, ese axioma latino que suena a continuum maternal. O quizá influya el hecho de ir en bañador casi todo el día, desarmado y orgulloso de tu fragilidad.

Séptimo día
. La playa de Sant Pol no tendrá más de setecientos metros de largo, pero al hacer forma de concha parece más grande, incluso con el aforo de este mes que pone a prueba la física con sus números de magia imposible al levantar la vista y descubrir miles de cuerpos en un ballet no ensayado que acaba resultando convincente. Entre Sant Pol y Sa Conca hay un camino de ronda bordeado de mansiones a pie de mar. Dicen que los rusos han comprado muchas y las han arreglado al estilo californiano, pero conservando por fuera el sabor de finales del diecinueve hasta en detalles como el color original de las molduras de las ventanas, que siguen respetando la armonía de lo que tienen enfrente. Mi favorita es Mañana. Dudo que su propietario y yo coincidiésemos en el porqué. Si te fijas durante un rato en las letras de acero inoxidable de la entrada descubres que los millonarios dicen mañana con la boca llena, sin darle importancia ni redoblando las aes como haría alguien que no lo es y que la pronuncia con la elegancia temblorosa de la incertidumbre. Los rusos que tuvieron suerte con los negocios del gas piensan que el mañana les pertenece, y están tan convencidos de ello que nombran así a sus bienes inmuebles. Más allá de esta digresión sin importancia, la casa es tan hermosa que desmonta cualquier arrebato de envidia que puedas sentir al verla. Lo mejor es que dentro de cien años se seguirá llamando igual, aunque ninguno de nosotros esté aquí para decidir cómo pronunciarla.

Noveno día. La amistad es una conversación que se mantiene en el tiempo, o que no necesita de su inmediatez para producirse. Si hablásemos de música diríamos que en la amistad hay silencios que respetar, espacios vacíos en los que las notas siguen resonando en frecuencias bajas y constantes que nos recuerdan que no existe el vacío. Tengo un amigo con el que pasa. Nos mandamos whatsapps cada equis meses. El último databa de mayo y ayer recibí la respuesta. Todo bien, decía. Y puede que no sea cierto. Seguro que no. Los días son montañas rusas cuando los vemos de cerca, y perfiles de montañas muertas cuando nos alejamos y decimos: hay que ver, parece mentira que todo esto lo haya atravesado yo solo. Pero me quedo con su todo bien, porque aunque no se corresponda con el relato objetivo -que dudo mucho que exista- es exactamente lo que quería decir. De muy pocas personas podemos asegurar que esos desiertos en la escritura sean también música.

Noveno día por la tarde. Es muy comprometido hablar sobre el mar, y mucho más escribir sobre él sin caer en obviedades. A lo mejor es una señal que nos lanza para que no hagamos el ridículo. A pesar de ello hay muchas páginas escritas y demasiadas confesiones íntimas que lo eligen como tema central. El mar está a la misma altura que el cielo. Cuando comprendes que son asuntos intratables te quedas más tranquilo. Son decorados metafísicos inabarcables que están ahí como fondo para los asuntos que están a nuestra altura. A esta conclusión se llega tras muchos patinazos y poemas que uno debe tirar. Se trata de sentarse delante sin muchas ambiciones dejando que poco a poco se haga de la familia. Y, sobre todo, no esperar que la vanidad sea mejor intérprete que tu instinto.

Décimo día. Sasha, Igor, Ricard, Eduard y los pequeños kazakos perseguían la pelota sobre el césped en un partido con una sola portería algo endeble pero que se ajustaba a la escala de los jugadores. Ni las normas de la comunidad de propietarios ni las de la Fifa hubiesen aprobado tal encuentro en el que se mezclaban camisetas del Barça con antiguas de equipos italianos y alemanes e incluso con otros que no la llevaban y parecían los más felices. A pocos metros las chicas, sentadas en corro, se pintaban las uñas. Sucedió a la caída del sol, a la hora en que Homero nos enseñó que todo puede ser retórico o no dependiendo de las palabras, y que los acontecimientos narrados se cubren de un brillo irreal que hace que el lector saque provecho en forma de satisfacción pasajera por estar vivo. Alguien nos dice que es así, que suceden a diario tales cosas, aunque no haya hombres suficientes para contarlas: al menos uno por cada casa, uno por cada tierra desperdigada, uno por cada hora del día.

Undécimo día. Caminamos por el final de Playa de Aro haciendo tiempo para recoger a mis hijas cuando acabara el cine. Todavía eran las horas centrales del día. Mientras los pies se movían con dificultad por la arena iba pensando en esas palabras que hace meses me distraen y consiguen pararme en medio de una acera para comprobar la posición del sol. Cierro los ojos y miro hacia arriba. Los párpados me defienden. A cambio me ofrecen el espectáculo de las sombras marrones con ramificaciones y manchas que bailan. En medio de ese decorado es cuando pienso en el trozo de mi vida que se quedó atrás. Hacerlo me convierte en el que se pregunta qué habrá sido del perro que abandonó aquella vez. No llega a remordimiento, es algo más dulce y seco. Las horas centrales del día. Pronuncio mentalmente ese título sin que sepa qué me quiere decir. Nos paramos en un chiringuito junto a una explanada de pinos bajos. Miré hacia el pueblo. Pasaban nubes rápidas y poco consistentes que destacaban entre otras altas y rocosas. Lo que se veía a través de la pantalla del teléfono parecía un resumen inesperado de cualquier vida. Cuando la foto perdió el color se fue al pasado. En ese momento entendí que todo es parte de una misma cosa que da vueltas y baila, como el teatro chino de manchas que tenemos tras los párpados. Incluso la bandera que hace unos segundos era verde se tiñó de negro. Otra señal recién llegada.

Último día en S’Agaró. Volvimos de la playa con las toallas por la cabeza, como vírgenes, como gitanas, como figuras de un nacimiento que algún día me gustaría poner en casa. La cara de Nuria se convirtió en un filo por el que sobresalía la nariz y parte de los labios. La miré con todo el amor que pude, con todo el que me dejaron los que corrían con esa histeria falsa de ver en la lluvia el comienzo de la muerte. Entonces las vírgenes se besaron, y también las gitanas, al mismo tiempo que las pastoras guiadas por el son de las flautas, que no por ninguna estrella con cola. Después dejó de llover. Durante un instante tuve la sensación de que el aire y las hojas gigantes de esos árboles estaban de nuestra parte. Imagino que le habrá pasado a todo el mundo alguna vez.

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