13/7/15

Veía hace un rato a un hombre en la piscina. Es un vecino nuevo. Tiene algo de tripa y lleva bañadores pasados de moda. También tiene una mujer que sonríe de forma muy sincera cuando coincidimos en el ascensor. Y dos hijos. Le he visto ser cariñoso con ellos muchas veces. Van juntos. Caminan todo lo despacio que pueden. Hace un rato la luz estaba cambiando. La sombras se alargaban y el resplandor azul de la piscina se volvía anaranjado. Sin exagerar mucho se podría llegar a la conclusión de que el agua, al contacto con el sol, producía una confitura orgánica muy suave que se extendía como las alfombras de los palacios por el césped. Manos de hombres cabales la desenrollaban cantando como muestra de agradecimiento por la jornada. Sí, algo así. Me hubiese gustado contarle esto al hombre de los bañadores anticuados, al despreocupado, al usuario de una dignidad tranquila que creo envidiar en secreto. La vida ajena es una tienda de rarezas en la que paseando encontramos los tesoros que no vemos en la nuestra.

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